Silvia Villanueva Santander, profesora del Departamento de Lengua Castellana y Literatura del Instituto José del Campo durante el curso 2015-2016, resultó la ganadora en la categoría de cuadernos de viaje, dotado con 250 euros, con un relato sobre su reciente estancia en el campo de refugiados de Filippiada, en Grecia, y su relación con la niña afgana Zakia.
El Ayuntamiento de Montserrat ha editado un 'book trailer', un avance, del relato completo.
Si pinchas en ‘mas información’ tienes acceso al relato completo (con autorización de la organización).
Un viaje de viajes
Aquel viaje fue sin duda un viaje de viajes. Y esta vez repetir la palabra no resultaba redundante, reiterativo, repetitivo o ampuloso. Quizás porque la fotografía inicial de aquella aventura mostraba simplemente una expedición al país heleno, cuna de una civilización grandiosa, pero el reverso de la instantánea nos descubría mucho más, y si uno agudizaba la vista sus ojos topaban con un lugar que servía de cobijo a los seres humanos que andan de perenne viaje. Perenne por cuanto su viaje se ha convertido en permanente y tristemente perdurable.
Paradójicamente, nadie se mueve o viaja en un campo de refugiados. Desde fuera parece que nada ocurriera y desde dentro sucede toda una vida muy corriente, muy común, asombrosamente cotidiana. Pero el marco lo convierte todo en extraordinario. Una cita, una partida de ajedrez, una cena, una charla. Y este campo de refugiados en Filippiada tiene vida propia, como un micro universo regido por leyes inmanentes y su particular visión del mundo. Se encuentra además organizado en grupos humanos dispares. Por un lado, militares griegos vigilan la entrada al campo y proporcionan el saco diario de alimentos y agua. Por otro, kurdos, sirios y afganos se organizan en jaimas que ocupan según su identidad- incluso allí hay noción de territorio. Por último, voluntarios de diversas procedencias entran y salen y hacen un viaje lleno de idealismo hasta llegar allá.
El calor de agosto golpea como un día cualquiera este campo de la Grecia continental. De casualidad conozco a Zakia, una niña afgana de 11 años pizpireta y despierta que brilla con ingenio entre los afganos que escuchan las clases de inglés del profesor Li. Compartir un rato en el suelo une más de lo que uno piensa y entre juegos y gestos Zakia termina invitándome a cenar con su familia a su jaima, esa tienda de campaña hecha de cueros que empleaban pueblos nómadas del norte de África y que ahora viste con el sello de ACNUR. Nunca una presencia internacional me resultó tan ausente.
Si el desamparo fuera medible, probablemente los afganos se llevarían la peor parte de convite, porque los sirios, sean árabes o sean kurdos tienen entre sus manos el débil pasaporte que les reconoce como refugiados; los afganos, en cambio, no tienen reconocido el asilo y eso que huyen del mayor fantasma actual para el mundo occidental, ese que justifica bombardeos y asaltos a civiles: el régimen talibán.
Como señal de gratitud y hospitalidad los afganos acuden al gesto tan humano de cocinar para otro y compartir. La niña sabe leer y escribir, y me explica con orgullo que su madre le ha enseñado pese a tener prohibida la escuela. Tiene dos hermanos, menores que ella, que ríen y juegan durante la cena. Ambos padres lavan y pelan las patatas, las ponen a hervir; hacen lo mismo con el arroz y calientan una lata de tomate. Echan especias para condimentar y disimular así el valor insípido de los alimentos. Comprendo en silencio que la humildad y escasez del gesto pueden a veces sazonar la vida y disfruto enormemente de una cena deliciosa.
Trato de imaginarlos mientras recorren en autobús Afganistán y caminan durante quince días seguidos por las montañas de Irán. Parecen una familia adorable y vulnerable también. En Turquía se suben a un camión para después saltar al bote que les deja en esa isla griega que da entrada al paraíso soñado.
El momento presente se convierte en el invitado estrella en un campo de refugiados. El pasado importa poco o nada, y conmociona. El futuro aterra y ofrece alguna mirada titubeante de esperanza. Gente común en un lugar del mundo ofrece gestos de humanidad a una sociedad muy poco humana que contempla la masacre desde su televisor mientras alguien pide que le pasen el ketchup y un adolescente sube una foto picante a instagram.
Silvia Villanueva Santander
Cortesía del Ayuntamiento de Montserrat (Valencia)
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